VIDA EN EL RIO NILO
Se halla muy extendida la falsa idea de que la vida a orillas del
Nilo en época faraónica era poco menos que un Edén, en el cual los
felices campesinos se ocupaban a diario de sus tareas en unos campos
irrigados por inmensas obras hidráulicas, cuya producción permitía
alimentar a todo el país y generaba los suficientes recursos para que
los faraones construyeran altas pirámides y grandiosos templos. Todo
ello merced a la mágica y regular llegada de la crecida del Nilo en un
clima caluroso, pero casi ideal, tal como nos muestran las escenas que
decoran las tumbas de faraones y nobles que se han conservado. Por
desgracia, estas escenas son recreaciones idílicas de un mundo perfecto,
surgidas del pensamiento de los antiguos egipcios y destinadas a
acompañar al difunto al Más Allá para que su vida de ultratumba fuera lo
más perfecta posible. En realidad, como han puesto de manifiesto
diversos estudios en los últimos años, la vida a orillas del Nilo no fue
en modo alguno sencilla, al menos para quien no pertenecía a la clase
alta.
Empecemos por la crecida del Nilo, que de ninguna manera era
esa fuerza bienhechora y pacífica que todos pensamos. Es innegable que
el Nilo y sus aguas fueron los responsables de que la civilización
faraónica existiera y prosperase; pero por desgracia también es cierto
que sus crecidas eran bastante irregulares y, por lo tanto, muy
peligrosas. El riesgo de la inundación no procedía de la fuerza de las
aguas, siempre mansas, sino de la altura que éstas alcanzaran. El
sistema de cultivo utilizaba en su provecho las características de la
crecida, que al menguar iba dejando pequeños diques naturales de barro
paralelos al curso del río, los cuales eran fortalecidos, ampliados y
completados por los campesinos con otros perpendiculares a los primeros.
Se creaban, así, estanques de diferente tamaño que se llenaban
automáticamente con la crecida y retenían el agua durante varias
semanas, empapando el terreno, desalinizándolo, limpiándolo y
fertilizándolo con el limo nuevo.
Pero este sistema no estaba
exento de problemas. El principal radicaba en que si la inundación era
muy escasa, muchos campos se quedaban sin irrigar y eso suponía una
menor producción de alimentos, lo que se traducía en hambruna; si era
demasiado alta, los diques se borraban y los campos se anegaban, lo cual
terminaba también en hambruna, a la cual se sumaba la destrucción por
el agua de muchas casas, construidas con adobes. Por ejemplo, durante
uno de los momentos de mayor lustre económico y cultural del Imperio
Medio (dinastía XII), el reinado de Amenemhat III, hubo crecidas
irregulares a lo largo de buena parte del casi medio siglo que duró su
gobierno: al comienzo fueron demasiado altas, alcanzando su máximo en el
año 30 del reinado, tras lo cual hubo un pronunciado descenso de la
altura de las mismas que se prolongó durante cerca de un decenio, con
sus graves secuelas de escasez.
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