“La
reforma inmobiliaria”, escribe Qiu, “es en realidad un inmenso
chanchullo que sólo beneficia a los funcionarios del Partido, y que está
inflando la economía hasta convertirla en una burbuja gigantesca”. La corrupción es, por supuesto, la hermana siamesa de esta fiebre del ladrillo: gangrena al poder y se extiende por todo el cuerpo social. Déjà vu, de nuevo.
El
Shanghái que describe Qiu es una ciudad en casi todo similar a
cualquier metrópolis occidental: los muy ricos se van haciendo cada vez
más ricos, las clases medias aspiran a disfrutar de las migajas del
banquete y nadie atiende a los que caen en la pobreza y la marginación.
Los símbolos de estatus son también idénticos: poseer automóviles
alemanes de lujo, llevar relojes de grandes marcas suizas, ver la tele
en pantallas extraplanas de muchas pulgadas, tomar café en un Starbucks,
citar en inglés los latiguillos de las escuelas de negocios…
Tan sólo el consumo de cigarrillos -abandonado por los saludables
triunfadores de Occidente, pero aún vigente en China- y la tolerancia
social con los poderosos que tienen concubinas –ahora llamadas pequeñas secretarias-, serían aún especificidades chinas.
MANUEL ANSEDE
// A mediodía del 16 de diciembre de 1943, Elfriede Remark, una modista
alemana de 40 años, fue ejecutada en la prisión Plötzensee de Berlín.
Su delito había sido criticar a Hitler en conversaciones con sus
vecinos, que la delataron ante las autoridades nazis. Tras la ejecución,
su cuerpo fue llevado al departamento de Anatomía de la Universidad de
Berlín, donde fue diseccionado por el médico Hermann Stieve,
especialmente interesado en el estudio del aparato reproductor femenino.
Diseccionó a 174 mujeres, todas ellas ejecutadas. Cuatro estaban
embarazadas.
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