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“Cuando dibujas, experimentas las cosas a un nivel mucho más profundo,
debido a la manera de habitar la escena. Cuando dibujas habitas cada
persona. Tienes que dotar de individualidad a cada figura, sin importar
lo pequeños que sean. Les estoy mandando a la guerra y de alguna manera
les estoy asesinando. Dibujar una guerra es una experiencia muy íntima”,
explica Sacco en el prólogo. Tan íntima que el espacio cambia, el
tiempo se altera y unos pocos centímetros de dibujo representan cientos
de metros reales. En esos centímetros el horror se destila en leves
golpes casi camuflados. Lo peor: el lector se convierte en un buscón
morboso. ¿O ya lo era?
No es lo único que ha variado en sus fórmulas habituales. En la nota
preliminar del libro reconoce que la Primera Guerra Mundial le interesa desde niño,
cuando vivía en Australia y celebraban en el colegio, el 25 de abril,
el aniversario de la batalla de Gallipoli, en la que Australia, Nueva
Zelanda y británicos lucharon contra el imperio otomano. Era, como
vemos, un asunto pendiente, porque dice que le “nubla
la visión acerca de la humanidad”. Barbarie contra humanidad, el motivo
de todos sus libros hasta el momento.
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Escrito en el siglo XIV (1381-1389), en plena Edad Media española, por Juan Ruiz, Arcipreste de Hita
(Guadalajara, diócesis de Toledo), nacido en Alcalá de Henares
(Madrid). Un arcipreste es un cargo religioso que dirige una zona de una
diócesis (a su vez, la diócesis es administrada por un obispo).
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Mediante continuos recursos irónicos,
el autor equilibra la desvergüenza y la delicadeza en un texto tan
didáctico como humorístico, tan piadoso como lujurioso. Y tan sencillo
en ocasiones y oscuro en otras como corresponde a los escritos de un
clérigo de hace setecientos años. En un fragmento (sobre el sacramento
de la penitencia), el autor avisa de que:
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"Escolar soy muy rudo, ni maestro ni doctor,
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aprendí y sé poco para ser demostrador;
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esto que yo digo entiéndalo usted mejor;
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bajo la vuestra enmienda pongo el mi error."
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El título actual dado a toda la obra (Libro de buen amor)
se infiere de los propios comentarios que contiene, puesto que ha
llegado hasta nosotros sin una denominación genérica clara. Lo propuso
el filólogo Ramón Menéndez Pidal en 1898. Nótese que se le denomina "de"
buen amor, y no "del" buen amor.
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